Adviento | Navidad | Epifanía
Mensaje de monseñor Carlos Humberto Malfa, obispo de Chascomús, para el Adviento, la Navidad y la Epifanía.
“Que podamos contemplar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria” (oración colecta de la Misa de Epifanía)
Queridos hermanos y hermanas: Los invito a entrar en la escuela de fe y espiritualidad que es el año litúrgico.
Un año más la Iglesia nos propone comenzar un nuevo ciclo, con la espera esperanzada del nacimiento del Salvador. Comenzar significa volver a poner los cimientos, repensar el misterio, volver al punto de partida, clarificar y ampliar el horizonte de nuestras miradas, para devolver a este misterio inaudito toda su potencia transformante.
Les entrego una reflexión sobre los tres momentos que, guiados por el Espíritu, nos disponemos a vivir, para que nos alumbre en el camino que la fe nos llama a recorrer:
Adviento
“El Ángel se alejó” (Lc 1,38)
Cuando en la Iglesia se lee el texto de la Anunciación, los cristianos pensamos que de tanto escucharlo lo sabemos ya de memoria. Y sin embargo ese texto impresionante termina con una expresión inquietante: después que el Ángel ha irrumpido en la vida de la Virgen, después que la ha embarcado en los planes de Dios, después que ha confrontado a la Virgen con el abismo de la fe, después de haber recibido el sí de María, “el Ángel se alejó” (Lc 1,38). Es decir, después de que el anuncio de la fe se ha hecho con la presencia, el camino de esa fe seguirá en la ausencia. No la ausencia de Dios, sino la ausencia de los signos que nos recuerdan que Dios ha estado visitándonos. Una ausencia que, entonces, reclama la esperanza para mantener viva la llama de la fe. Porque sólo quien ha sido visitado por el misterio que irrumpe en la vida, sólo quien ha tenido la experiencia de ser iluminado por esa ardiente Presencia, sólo quien tiene la certeza interna de un Alguien que está más allá de sí mismo, sólo ese es capaz de mantener la fe cuando todo está oscuro. La esperanza se encarga de hacer que el camino “que cruza por oscuras quebradas” (cfr. Sal 23,4) de tantos momentos de la fe no sea una vana locura, sino un camino posible de ser recorrido por el hombre, porque previamente ese mismo camino ha sido recorrido por ese Dios que ha llenado la vida de sentido. Por eso la Virgen, incluso cuando la certeza (la presencia del ángel) se ha desvanecido, se pone en camino, inmediatamente, para servir a su prima que está en apuros (cfr. Lc 1,39-45). “María avanzó en la peregrinación de la fe” L.G. 58). María es aquí ejemplo absoluto de esperanza, es la virtud teologal la que mueve su corazón y su vida. Por eso esperanza que no consiste en una mera espera pasiva de acontecimientos futuros: la esperanza es acción que obra en la dirección de lo que espera, aquella que se “pone en camino”, porque más allá de toda angustia, hay Alguien que nos espera. San Pablo mirando la vida de Abrahán, nuestro padre en la fe, nos dirá que fue capaz de “esperar contra toda esperanza” (cfr. Rom 4,18).
Sólo así seremos testigos luminosos de aquello que decimos creer. Sólo así nuestra cultura, nuestro mundo y nuestra vida, visitados por la presencia divina, podrán gestar a Aquel que los siglos han esperado y que se ha dignado visitar nuestra miseria con su misericordia. Para que los hombres crean que estamos “embarazados del Verbo”, habremos de mostrar los signos de nuestra preñez: si “el Verbo habita en nosotros” (como asegura el evangelio de Juan en 1,14), deberemos mostrar a los hombres que estamos llenos de Dios, y no meramente aburridos en una espera vacía que de tanto esperar no se compromete con los destinos del mundo y del hombre como Dios sí lo ha hecho.
¿Nos atreveremos en este Adviento a ponernos en camino para ir a consolar a alguien triste, para devolver la esperanza a alguien desesperado, aún cuando en nuestras propias vidas el ángel de la certeza se haya alejado? ¿Tendremos el coraje evangélico de dejar nuestras comodidades para ir a buscar a aquellos que, al borde del camino de la vida, esperan de los creyentes una palabra y un
gesto de consuelo? Este es el sentido del Adviento: ¡ponernos inmediatamente en camino, “ir sin demora” al encuentro de aquellos que están esperando que les anunciemos la buena noticia de la salvación!
Navidad
“Nosotros hemos visto su gloria” (Jn 1,14)
Cuando el hombre se ha puesto en camino montado sobre las ágiles alas de la esperanza, esa esperanza activa lleva hacia el destino esperado: ¡la gozosa noticia de que aquello que se esperaba ha sido hecho realidad! “Bendito sea el Señor… porque ha visitado y redimido a su pueblo” (Lc. 1, 68). Y por eso el cristiano puede anunciar, fundado en la certeza de la fe, que “hemos visto la gloria del Señor”, porque hemos visto “un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2,12). ¡Gloriosa paradoja de la fe, que confiesa que la gloria de aquel a quien los cielos no pueden contener es contenida por la pequeñez de un niño indefenso! Por eso el cristiano vive de la alegría desbordante del bien recibido, de la incontenible belleza de un Dios que quiere meterse en la vida de los hombres para transformarla desde adentro. El cristianismo es justamente esa fe que es tan grande que no hay molde que la pueda contener. ¡Cuán lejos está esto de un cristianismo que es concebido como la difusión de lánguidas verdades que no tienen el poder de transformar la vida de los hombres porque en el fondo se le ha quitado la vida de Dios que debería estar gestando esas verdades que dice proclamar! “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”, nos dice el Santo Padre Benedicto XVI (Deus Caritas est, 1). Impregnados por el calor de esa Belleza podremos irradiar el gozoso anuncio del evangelio, en la bella aventura del anuncio de la buena noticia, que muestren que creemos de verdad, diciendo con palabras y mostrando con obras aquello que está en el origen y en la urdimbre de nuestra fe.
En la Navidad “Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios” (San Agustín, Sermón 128, PL 38,1997). Agustín y varios Padres de la Iglesia después de él han repetido incansablemente esta verdad. Por eso la Navidad no consiste en una mera ética al modo de la filosofía griega, sino en esta admirable inversión, en este admirable cambio que Dios mismo lleva adelante en la historia del mundo y de los hombres. Y por eso la historia, la cultura y nosotros mismos podemos dar a luz al Verbo en la noche de Navidad: ¡Bienaventurada noche que ha conocido el nacimiento del Salvador! ¡Bienaventurados nosotros si, “haciendo lo que él nos dice” hacemos nacer en nuestras vidas al Redentor del mundo!
¿Nos atreveremos en esta Navidad, movidos por la fe, a compartir con el prójimo lo que somos y lo que tenemos como Dios ha querido compartir con nosotros lo que Él es y tiene? ¿Tendremos el coraje, cuando hagamos las compras para celebrar en familia esta noche santa, de comprar, a la par que compramos el nuestro, un pan dulce para alguien que no lo tendrá? Este es el sentido de la Navidad: ¡que seamos capaces de compartir todo aquello que previamente se nos ha dado, no porque seamos buenos, sino porque Dios se ha adelantado a hacerlo con nosotros mismos! “Dios nos amó primero” (cfr. 1 Jn. 4,10).
Epifanía
“Abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos” (del evangelio de la epifanía)
No se trata simplemente de ser buenos, porque el camino del evangelio es una moral que va más allá de las meras posibilidades del hombre librado a sus propias fuerzas: Dios no se ha hecho hombre para que el hombre sea solamente bueno, sino para que el hombre “sea santo como es santo el Padre del cielo” (cfr Mt 5,48, Mt 5,48; 1Pe 1,16; Lev 19,2). Reducir el Evangelio a una mera ética superficial es sacar del mensaje de salvación la médula que lo mantiene vivo. Por eso el movimiento que genera el nacimiento del Salvador es una conmoción que lleva al éxtasis de la fe que se desborda de sí para alcanzar a todos los hombres amándolos como Dios nos ama. Es por esta razón que la Navidad conduce necesariamente a la Epifanía, manifestación gozosa a todos los hombres de aquello que se ha conocido por la gracia del anuncio de Dios en la historia de los hombres. En esto consiste la caridad cristiana, tantas veces confundida y desfigurada en una horizontal solidaridad que, en el fondo, no necesita de Dios: la caridad consiste en que, movidos primeramente por el amor descendente de Dios, podamos ascender hasta sus cumbres por el ejercicio cotidiano del amor “que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rom 5,5). Por eso la caridad se adelanta a las necesidades del prójimo, ya que corre a saciarlas aún antes de que el prójimo haya mostrado su carencia. El que ama con amor de caridad (el propio de Dios) se ve urgido, apremiado por ese amor que lo impulsa internamente a actuar externamente sirviendo a ese Dios que lo mueve y al prójimo hacia el cual es movido. De este modo el amor es un estar-fuera-de-sí que no es locura mundana sino entraña del cristianismo.
Si Dios ha visitado la historia no es para quedarse encerrado en las paredes de nuestros templos, sino para que corramos a mostrar a todo el universo ese amor desbordante de Dios, que ha querido salir de sí mismo, de su propia plenitud y ser mostrado a todos aquellos hombres de buena voluntad que, sabiéndolo o no, esperan “con gemidos inefables” (cfr. Rom 8,26-27) que se les revele el horizonte impensable hacia el cual pueden ser conducidas sus propias vidas si se dejan llenar del misterio del Dios cristiano. No una religión que imponga a otros sus propias razones, no una fe que quiera avasallar al otro con sus verdades, sino una religión y una fe que, desbordadas por ese amor inaudito de Dios no pueden hacer otra cosa que reflejar en el mundo y en la historia ese amor primario que las ha fundado, dejando al hombre la libertad de elegir si quiere vivir en la luz o seguir caminando en las tinieblas.
¿Nos atreveremos, iluminados por esa luz desbordante de la Epifanía, a dejarnos plenificar por el amor de Dios y salir de nosotros mismos para ir a visitar a aquel que nos está esperando? ¿Cuántos pobres, enfermos, presos, ancianos, solitarios, desconsolados están esperando en sus vidas que los cristianos salgamos de nuestros encierros para ir a decirles que el amor de Dios es lo más grande? ¿Tendremos el coraje de vencer nuestros miedos, nuestros falsos pudores y nuestras mezquinas reservas para “abrir nuestros cofres” y yendo a visitar a tantos solitarios que el mundo ha arrojado fuera de los carriles de la vida, “ofrecerles regalos” que Dios nos ha dado? ¿Tendremos la valentía de ir a compartir nuestra “suerte”, nuestro “destino” con nuestros prójimos? Este es el sentido de la Epifanía: ¡compartir por amor esa bella y nueva noticia que nos ha sido regalada por pura gratuidad de Dios!
Termino con las palabras del bienaventurado Pablo, a quien celebramos en este año paulino convocado por el Papa:
“¡Gloria a Dios, que tiene el poder de afianzarlos, según la Buena Noticia que yo anuncio, proclamando a Jesucristo, y revelando un misterio que fue guardado en secreto desde la eternidad y que ahora se ha manifestado! Este es el misterio que, por medio de los escritos proféticos y según el designio del Dios eterno, fue dado a conocer a todas las naciones para llevarlas a la obediencia de la fe. ¡A Dios, el único sabio, por Jesucristo, sea la gloria eternamente! Amén” (Rom 16, 25-27).
Les deseo un Adviento fecundo, una Navidad Santa, una Epifanía luminosa y junto a mi constante oración por ustedes, los abrazo y bendigo de corazón en Cristo y María Santísima.
Mons. Carlos H. Malfa, obispo de Chascomús
Fuente: http://www.aica.org/index2.php?pag=malfa2008adviento